El fantasmita

Las personas no se atrevían a acercarse a la casa, decían que estaba embrujada. Según los vecinos, ahí vivía el fantasma de un niño que había muerto de una enfermedad y, por ese motivo, no pudo encontrar el descanso eterno.
Lo que desconocían era que, en la morada también habitaban espíritus de adultos; en realidad estos eran los que se dedicaban a espantar a aquellos que se animaban a entrar en su territorio. Al contrario que sus tíos, el niño quería hacer amigos pero cuando se manifestaba los que lo veían salían corriendo. Aun así, él tenía una pequeña amiga con la que acostumbraba jugar, pues ella no le tenía miedo.

Cierto día, mientras los niños jugaban al escondite, un anciano dormía plácidamente en un asilo que se ubicaba a varias calles de la casa del pequeño y sus tíos.

—Es hora de despertar, Don Gaspar —dijo una de sus cuidadoras—, en poco tiempo van a servir el desayuno, además debe tomar su medicamento y recuerde que no debe hacerlo con el estómago vacío.

El señor despertó y se sentó al borde de su cama para desmodorrarse, al mismo tiempo que recordaba, como todas las mañanas, la muerte de su padre. Le afectó de tal manera que toda su vida deseó haber sido él quien se entregara a los brazos de la muerte y, en ocasiones, imaginaba su no-vida de fantasma, siendo un niño, queriendo hacer amigos, siendo amable con la gente. Sin embargo, eso sólo sucedía en sus sueños pues Don Gaspar estaba vivito y coleando, mientras el padre, de ese pequeño niño que algún día fue, se encontraba en otro plano de la existencia, tal vez debajo de un bello jardín o de un frondoso árbol.